Muchas veces no somos conscientes de
la influencia que tiene el entorno en nosotros, en nuestra forma de
actuar, entender y relacionarnos con el mundo. Somos incapaces de notar
cómo nos condiciona el medio en nuestro día a día, y cómo nuestra
personalidad y forma de ser se ve influenciada, y a veces contaminada,
por él. Me llamo Rodrigo Lanza Huidobro, ahora mismo tengo 27 años y me
encuentro preso en segundo grado en la cárcel de Quatre Camins. “Caí”
preso con 21 años y soy consciente de que aún me queda un año de
encierro por pagar, con suerte con un tercer grado, aunque dudo mucho
que obtenga una condicional antes del final de mi condena.
Es complicadísimo escribir sobre la
cárcel cuando ésta forma parte de ti; más aún, cuando empiezas a abrir
los ojos y te das cuenta de todo lo que has perdido, todo lo arrebatado,
todo lo vivido y llorado, dentro y fuera de estos muros, en soledad y
acompañado de tu familia y amigos. Éste será mi primer intento de sacar
un poco el peso que he ido acumulando con los años y exteriorizarlo de
manera ordenada o, al menos, lo más estructuradamente posible. Sé que
mi caso, como el de cada uno tras los muros, es único y personal. Así
pues, no pretendo explicar lo que es estar entre rejas ni definir lo que
es la cárcel, el poder, la represión, la sumisión, la rebeldía y la
venganza como si lo que yo expresara aquí fuera la única Verdad. No es
mi objetivo intentar empaparos con mis opiniones, pero si logro abrir
una ventana, perforar un boquete en esta pared, me daré por satisfecho.
Mi primer ingreso en prisión fue la
noche del 6 de febrero en la cárcel Modelo de Barcelona. De todos modos,
antes de remontarme a la fecha del ingreso, debería retroceder hasta la
madrugada del 4 de febrero del 2006, que fue cuando me/nos detuvieron a
mí y a otros 8 jóvenes más. Tengo muchas cosas que decir respecto a
nuestra detención, nuestros cargos y posterior condena, muchas de las
cuales se pueden encontrar fácilmente por la red si a alguien le
interesa. Pero la intención de retroceder hasta entonces es,
básicamente, no desligar la función y compromiso que tienen las
instituciones de fuerza y seguridad del Estado -incluso las de justicia-
en la cárcel. Sé que debería centrarme en el encierro en sí, pero hay
que decir y dejar claro que el encierro empieza en ese momento y no
necesariamente el día que entras en una celda. Ésta no deja de ser un
calabozo acondicionado para que puedas pasar una larga temporada en él.
Yo y todos quienes estuvieron encausados conmigo, sin excepción,
estuvimos acusados en diferentes grados por haber causado lesiones a
Guardias Urbanos. Digamos que nuestro paso por comisaría no fue de los
mejores, ni mucho menos tranquilo, en especial para los tres
sudamericanos que nos encontrábamos en el grupo, contra quienes la
“madera” tuvo un trato un tanto especial, a base de palizas continuadas,
tortura psicológica, amenazas, insultos racistas y un largo etcétera.
Todo ello ocurrió durante los dos días que estuvimos en dependencias
policiales, fueran cuales fueran éstas. Tras estos dos días de detención
en diversas comisarías, nos llevaron a los juzgados a declarar. Fuera
nos esperaba nuestra gente, gritando para animarnos, cosa que agradecí
una enormidad.
Mi entrevista con la juez tampoco fue
lo que me esperaba. Me miraba como si fuera lo peor del mundo y me hizo
preguntas mucho más duras que las del fiscal. En un momento del juicio,
se dirigió a mí para decirme literalmente: “Aunque vengan mil como tú,
tengo la versión policial…”. Me quedé de piedra. En mi vida pensaba que
llegaría a ver algo tan descaradamente injusto dicho por una autoridad
que en teoría está para impartir “justicia”, o lo que ella entienda por
justicia. Intenté explicar lo de las palizas en comisaría y que no había
hecho nada, pero ella seguía convencida de que era una especie de
terrorista y mientras más me defendía, más se encolerizaba. Al terminar
la declaración me bajaron otra vez al calabozo, donde se nos comunicó a
mí, a Alex y a Juan, nuestro ingreso en prisión. Los demás detenidos
salieron en libertad condicional a la espera de juicio.
En cierto modo, entrar en la cárcel
supuso un alivio, pues dejamos de estar en manos de policías y caímos en
un entorno bastante menos violento. Sé que puede parecer ilógico, pero
así lo viví yo. Digamos que la primera noche en la que pude dormir algo
(después de la detención, claramente) fue entre rejas, entre los presos.
Esa primera noche fue en la Modelo, aunque la mañana siguiente fui
trasladado con Juan a la cárcel de Jóvenes de la Trinitat. Ahí tuve mi
primer contacto real con lo que yo llamo un “portavoz carcelario” que
vendrían a ser tutores, psicólogos, asistentes sociales… En la Modelo
también hablamos con una, pero básicamente nos hizo rellenar unos
formularios para ver nuestros conocimientos y nivel educativo y poco
más. En la Trinitat fue diferente. Tuve entrevistas con al menos tres
“profesionales” durante los dos o tres días de estancia en el Módulo de
Ingresos y, cada cual, más extraña y bizarra. No recuerdo ahora muy bien
qué se me preguntaba. Han pasado más de seis años desde entonces, y aún
me encontraba un tanto perdido, pero sí recuerdo la sensación de
sentirme examinado como un bicho por un entomólogo morboso. Me sentía
explorado con una fascinación un tanto obscena. Desde el comienzo, tan
solo con la forma de presentarse, dejaban claro unos límites de
confianza entre entrevistador y entrevistado, que lo hacía todo aún más
frío y desagradable. Preguntas sobre tu familia, tu pareja, la relación
con tus padres y hermanos, etc. Todo ello, en un momento en el cual más
que hablar, necesitas preguntar o, como mínimo, que te dejen en paz. Lo
único que deseaba era que se acabara todo pronto. Escuché frases como:
“ahí dentro no hay otros okupas y vais a estar solos”, “mejor que te
cortes esas rastas”, “ojo que hay mucho nazi” que consiguieron
asustarme. No había estado nunca en la cárcel y mi idea de prisión era
lo que sabía y había visto en Chile, o sea, que me preparaba para algo
mucho peor de lo que finalmente me encontré.
Tras los días de aislamiento en
Ingresos, una tarde nos comunicaron que pasaríamos al módulo y que
recogiéramos nuestras cosas. Sentí un gran nerviosismo y ansiedad. Puede
que incluso algo de miedo y excitación cuando recorrí esos pasillos por
primera vez, con mi colchón, sábana y almohada bajo el brazo, y una
bolsa de basura con jabón, cepillo de dientes y demás productos de
higiene que te dan al ingresar. Lo que nunca se me borró fue el olor.
Ese aroma desagradable a desinfectante y falso limpio que todo lo
impregna, que te ahoga, aunque al final acabes acostumbrándote a él. Una
imagen que se quedó grabada en mi mente fue la llegada al búnquer de
funcionarios. Había un grupo de presos esperándonos precisamente a mí y a
Juan: “¿Vosotros sois los del madero en coma?” Al decir que sí, hubo un
barullo de felicitaciones y apretones de mano que me aliviaron
bastante, aunque a los carceleros de ahí no les hizo ninguna gracia. Y
mientras más muestras de apoyo recibíamos por parte de los presos, más
se enfadaban los de azul, tomándoselo como algo personal, haciéndonos la
vida más difícil y amargándonos, aún más, la existencia entre rejas.
Parecía que su función era la de tomarse el castigo y la venganza por su
mano (cosa que no dista mucho de la realidad).
A las pocas horas, me instalaron en el
que fue mi primer chabolo. Los primeros momentos de rutina carcelaria
cuestan bastante. Te sientes perdido e intimidado. Percibes la mirada
fría y odiosa del carcelero mientras haces la fila para entrar a cenar,
esperando el más mínimo error para gritarte, imponer su poder y
demostrarte quien manda entre esos muros. Te sientes totalmente
desvalido e impotente. Al terminar mi primera cena, y cuando me disponía
a salir del comedor, un carcelero me impidió el paso y me ordenó
sentarme y esperar. Supuse que nos avisarían de algo a mí y a Juan, pero
cuando nos vimos los dos solos en el comedor rodeados de carceleros,
empecé a entender que el asunto iba por otro lado. Nos hicieron ponernos
de pie y nos cercaron. En ese momento uno de los carceleros nos
amenazó, diciéndonos que ahora estábamos en sus manos y que si se nos
ocurría atacar a uno de ellos lo íbamos a pasar bastante mal. Terminó su
monólogo cogiéndonos de las cabezas y haciéndolas chocar entre sí.
Luego nos fuimos a las celdas.
Ahora que lo pienso, creo que ése fue
el primer momento en mi vida en el que quise matar a alguien. Sentí odio
de verdad y toda mi mente se concentraba en idear formas violentas de
vengarme del “puto carcelero pelirrojo”. No entendía nada, no entendía
el por qué de todo eso, el por qué de la prepotencia, del abuso, y de
toda la gente que de una manera u otra apoyaban, cooperaban y/o
fomentaban todo este sistema de violencia y encierro. ¡Me cagaba en
todos ellos! Desde el policía, hasta el que conduce el camión de
suministros alimentarios para la cárcel, pasando por jueces, carceleros,
tutores, psicólogos y todo profesional vinculado a la prisión. ¿Me
veían como un delincuente peligroso? Pues pensaba convertirme en ese
delincuente, pero no por ellos, sino por mí.
Al día siguiente, tras la primera
noche en el módulo común en la Trinitat, recibí la visita de mi familia.
Estaba mi madre, mi hermano y mi padre, que había viajado desde Italia
al enterarse de mi detención. Creo que fue uno de los momentos más duros
por los que hemos pasado como familia. Al comienzo, fue la alegría y el
alivio de podernos abrazar tras casi una semana, pero ver a tu madre
llorar en tus brazos es algo que te llega hondo y no se borra en la
vida. Creo que todos lloramos en esa fría habitación del vis a vis
familiar compartido. Todos soltamos un poco de angustia y aprovechamos
para demostrarnos a nosotros mismos que seguíamos siendo fuertes, que a
pesar de la situación, seguíamos unidos como familia y nos apoyaríamos
en todo. Les conté todo lo que recordaba, todo lo del calabozo, las
palizas y humillaciones. Les mostré los moratones que tenía por todo el
cuerpo y mi nueva nariz desviada. Les dije que, a pesar de todo, estaba
bien (frase que repetí durante años y aún mantengo). Que la cárcel no
parecía tan mala y peligrosa, que aguantaría lo que hiciera falta y que
pronto estaría afuera.
Esto último, fue una constante durante
el primer año. Las esperanzas de salir pronto, cuando vas mirando la
realidad a los ojos, poco a poco se desvanecen. Pero en ese momento,
estábamos aún llenos de esperanza. Me sabía inocente y esperaba de un
modo u otro una noticia que me devolviera la libertad. Una prueba o algo
que mostrara el error que se había producido conmigo y los demás. De
alguna forma, esperaba justicia que viniera por parte de las
instituciones. Ahora miro atrás y me doy cuenta de lo iluso e inocente
que era. La visita duró poco más de una hora y la despedida fue
durísima. No quería alejarme de mi familia y no entendía cómo no podía
irme con ellos después de haberlos abrazado. Bueno, claro que
conscientemente comprendía lo que pasaba, pero el corazón no responde a
lógica y cada despedida era como una puñalada en el vientre. Me alivió
mucho ver a los míos. Me llenó de fuerza y alegría, pero por otro lado
me dejaba melancólico y triste, agotado y perdido.
Volví a la celda sin ganas de nada, ni
siquiera de cruzarme o hablar con nadie. Sólo quería tumbarme, dormir y
despertar en mi casa, como si nada hubiera pasado. Sentía un nudo en el
pecho como nunca lo había sentido antes y sólo tenía ganas de llorar,
aunque no fui capaz de derramar una sola lágrima durante los primeros
años entre rejas. Tampoco era que no me lo permitiera. Simplemente era
como si no aceptara el hecho de estar preso, que no me lo creyera, y que
a la vez me intentara convencer de que era lo suficientemente fuerte
para pasar por eso como si nada. Por otro lado, una de las primeras
cosas que te das cuenta al entrar, es que pierdes toda intimidad. No
quería que nadie me viera llorar. Y al no permitírmelo durante los
primeros meses, me lo fui guardando y guardando, hasta que se me olvidó,
incluso, cómo hacerlo. No sé realmente de qué manera fui soltando toda
la pena y toda la rabia durante esos años entre rejas. Supongo que
dejaba ir toda mi ira aprovechando el deporte y las riñas entre presos.
La intentaba ocultar con risas, abrazos y conversaciones y así, con el
paso del tiempo, fui creando muchas máscaras, que en cierto modo se han
convertido en parte de mí. La primera vez que volví a llorar fue al
salir tras mis primeros dos años de prisión preventiva. Una estúpida
pelea sin sentido con mi hermano abrió el grifo. Comencé a llorar sin
parar, desconsolado, tanto que casi no me sostenía en pie. Ya no lloraba
por la pelea, sino por el hecho de llorar en sí. Llamé a mi novia
llorando y me acuerdo haber llegado a pie a su casa y haber seguido
llorando otra media hora en sus brazos, ya casi sin lágrimas que
derramar. Lo pasé fatal, pensé que la cabeza me iba a estallar, pero al
día siguiente me sentía como nuevo. Pude respirar, al fin, un poco
mejor.
Mis primeros contactos y amistades
entre presos fueron con mis “paisanos”, los demás chilenos. Hay que
dejar claro que, al ser inmigrante, se entra en prisión bajo otra
condición. Aunque no lo busqué, generé unos lazos con los demás
inmigrantes presos. Nunca fui tan consciente de mi condición de
inmigrante latinoamericano como cuando pisé el patio de la cárcel. Ahí
era un latino, también un punki, pero, sobre todo, un latino. Hay que
dejar claro que los roles se invierten en la cárcel y, el inmigrante, al
ser mayoría, goza de un poder que jamás tuvo en la calle. Poder que
puede corromper y transformarnos en lo que criticábamos, un poder con el
que hay que tener mucho cuidado. Aún así, debido a éste y otros
aspectos de mi persona, así como a la propia estructura de la cárcel, me
vi bastante respaldado entre la comunidad latina e inmigrante en
general. Quiero dejar claro que tampoco me sentía muy a gusto con la
peña patriótica. Nunca me he sentido “muy chileno” por mi parte y, salvo
un par de excepciones entre mis paisanos, -excepciones que no por
casualidad siguen siendo mis amigos después de tantos años-, no creé
lazos tan fuertes individualmente. Supongo que son estrategias y
tácticas inconscientes que utilizamos para vivir en ambientes hostiles.
Al fin y al cabo, juntarte con tus semejantes cuando te sientes solo, es
lo más parecido a tener una familia.
Poco a poco la rutina te atrapa y te
vas acostumbrando a verte ahí todos los días. Con el paso de los meses,
comienzas a obviar la presencia de carceleros, muros y rejas. ¡Claro que
siempre están allí y siempre las ves! Eres consciente de que estás
preso y de hecho lo encuentro algo básico y necesario para mantener tu
dignidad. Pero podríamos decir que dejas de torturarte por verte ahí
encerrado. Empiezas a pensar qué hacer en tu día a día, para que el
tiempo no se te haga eterno. Tanto es así, que las semanas las mides
como el espacio que hay entre una visita y otra. Así comencé, pues, con
mis actividades. Me inscribí en un taller de pintura y empecé con el
deporte, específicamente, con el baloncesto. Al principio, me interesaba
por la actividad en sí. Más tarde, fueron las relaciones humanas y los
vínculos creados entre las personas. Fue así como conocí a Agustín, de
pintura, y a Joséca, de deporte, ambos trabajadores y monitores del
centro. Con ellos me abrí y entendí un poco las diferencias entre unos y
otros trabajadores carcelarios. Es muy complicado tratar como un igual a
alguien que está ahí por trabajo, cuando tú lo único que quieres es
irte. Ver como compañeros a estos otros que vuelven todos los días a sus
casas, mientras tú te quedas ahí. De hecho, esto hay que recalcarlo, no
somos iguales. Aún así, valoré mucho el trabajo de algunos trabajadores
y su esfuerzo en abrir ventanas y crear lazos reales de amistad, a
pesar de los roles que desempeñamos cada uno en ese ambiente cerrado.
Hay que diferenciar quién va a la cárcel a reprimir y quién intenta
ayudar. También estos últimos sufren las restricciones de un entorno
opresor.
Me gustaría remarcar que nunca he
pasado el límite de confraternizar con un uniformado. Puede que por
prejuicio de ambas partes, puede que simplemente por lo que he visto y
vivido en mis carnes, pero me alegro de que haya sido así y realmente no
tengo intención de cambiar eso. Es un mundo de diferencias entre los
que abren un espacio de creación o de desahogo y los que te cierran la
puerta que te separa de la libertad; o bien, intentan rehabilitarte o
reinsertarte en nombre de una sociedad enferma y una justicia podrida.
Otro taller en el que pude sacar lo
que yo era, sin tanta máscara ni actuación, fue en Audiovisuales con
Finmatun . Aunque aquellos, realmente, no eran trabajadores del Centro
Penitenciario y, tan sólo recibieron de éste un espacio en el que
desarrollar su actividad. Rita fue uno de los grandes motivos por el
cual me mantuve en audiovisuales durante todo el tiempo que pude.
Coordinaba el trabajo de esta asociación y nunca nos trató como a
presos, sino como a iguales. Se rompían esas normas estúpidas de
distancia física. Podíamos decir lo que pensábamos, sin miedo a
represalias e, incluso otros internos, comenzaron a reforzar una visión
crítica más fundamentada, gracias a varios debates que ahí tuvimos.
Realmente fue un regalo. Y me encanta tener a Rita, aún hoy, como una
gran amiga.
Al cabo de unos cinco meses de entrar,
debido a una serie de irregularidades e injusticias que veníamos
viviendo desde nuestra detención por parte del juzgado y la juez de
instrucción, decidimos con mi madre, Juan, Álex y yo mismo, empezar una
huelga de hambre, pidiendo nuestra libertad condicional a la espera de
juicio, la aceptación de pruebas que se nos denegaban y un juicio justo.
Claramente no obtuvimos nada de esto. Pero sí que me aportó una serie
de experiencias que deseo recalcar. Lo más divertido fue ver el miedo
que generó la huelga de hambre en la dirección de la Trinidad.
Comunicamos directamente nuestra decisión al subdirector de la cárcel,
quien, de hecho, venía a hablar con nosotros cada vez que lo
requeríamos. Esto puede parecer superfluo, pero hay que entender que
casi el 90% de la población reclusa jamás había cruzado siquiera una
mirada con él, aún cuando hubieran pedido una entrevista. Supongo que
algo tuvo que ver el hecho de que hubo varias convocatorias en las
puertas de las cárceles a las que acudieron varios amigos y compañeros
pidiendo nuestra libertad. Resultaba patético ver al director intentando
convencernos de no hacerla porque, según él, no íbamos a conseguir
nada, cuando sabíamos, perfectamente, que lo único que le preocupaba era
la tranquilidad en el Centro. Hablar con él fue como negociar unas
condiciones de paz, que ninguna de las partes mantendría, pero tenía ese
elemento de falsa cordialidad y desprecio mutuo contenido. A mí me
resultaba chistosa toda la situación y, debo admitir que viéndome ahí
con 21 años, me generaba incluso cierta sensación de poder, o de falso
poder, con el que me sentí muy a gusto. Puede que pecara de soberbia o
arrogancia, pero estaba dispuesto a jugar mis cartas y no pensaba
agacharme ante un director de cárcel por más superior a mí que se
sintiera.
De la huelga de hambre podría decir
muchas cosas, pero creo que en este momento debería centrarme en una
conversación que tuve con la psicóloga del Centro que nos venía a ver,
semanalmente, durante el mes que estuvimos en enfermería. Básicamente
fueron las mismas preguntas que hacen todos siempre, ahora con la
intención de convencerme que desistiera en mi no-comer. La situación era
un sinsentido, me preguntaba: ¿cómo una persona con tan poca capacidad
de análisis y de autocrítica podía llegar a ser psicóloga y aconsejar a
otra gente?. Una frase fue la que me sorprendió más que cualquier otra.
En un momento de la conversación, en la que le explicaba lo importante
que era para mí seguir defendiendo mi verdad y lograr que se me
escuchara, me dijo literalmente: “Tu problema es que tienes muchos
ideales”. Me quedé de piedra, me levanté ahí mismo y me retiré de la
habitación dando por concluida nuestra conversación. ¿Cómo alguien puede
decir que tener ideales es un problema? ¿Cómo pueden dejar a alguien
así la responsabilidad de guiar a personas en momentos delicados de su
vida? ¿En qué querían convertirnos? Muchas cosas quedaron de esa
vivencia, muchas sensaciones y recuerdos que aún, a día de hoy, marcan
mi día a día. Un escrito personal de aquella época recoge este
sentimiento:
¿Cómo se puede sobrevivir?
¿Cómo se puede estar en una ciudad
sin recorrer sus calles?
¿Cómo se encierra un futuro?
¿Cómo soñar cuando la belleza es ajena?
Me encuentro en un sitio de grises autoritarios,
de risas que nacen sólo para combatir la monotonía
y juegos para someter la locura
En un sitio de esquinas puntiagudas,
de ventanas enrejadas y puertas sin llave
El tiempo no pasa…
…flota
¿Cómo se puede sobrevivir?
El sol ya no me acaricia y la lluvia no me humedece.
Me encuentre entre un barranco y una montaña
desnudo, frágil
¿Cómo escapar?
¿Estaré sólo?
Mañana estaré mejor, espero…
… no puedo
Me encuentro entre el olvido y la memoria
entre sumisión y resistencia
Mi cuerpo, débil, agoniza
mi mente viaja y lucha, rebelde, desobediente
estoy vivo.
Creo que éste fue un momento de
inflexión para mí. Después de un mes de huelga y tras haberla dejado,
intenté centrarme en estudiar el entorno que me envolvía para poder
defenderme de él. Fue así como pedí Vigilar y castigar de Michel
Foucault, que vino acompañado del regalo de Huye, hombre, huye de José
Tarrío Gonzalez. Un libro que me marcó y me acompañó durante toda mi
estancia en prisión y que recomiendo a todo el mundo, entre otros tantos
libros, con una visión crítica sobre la cárcel y otras instituciones de
vigilancia. Su lectura permitió que me fijara en las cosas que iba
viviendo. En el momento de mi detención, estaba estudiando Historia en
la Universidad de Barcelona. Aunque realmente lo que siempre me atrajo
fue la antropología, ahora tenía la oportunidad de estar en uno de los
mejores campos de estudio que podía encontrar. Quisiera o no, iba a
tener que vivir esa experiencia y lo mejor que podía hacer era vivirla a
fondo y aprender de ella. Los libros eran básicamente un apoyo y una
guía para ordenar toda la información que iba asimilando; pero también
encuentro fundamental que cualquier persona que esté documentándose o
investigando sobre prisiones, escuche la voz de los presos. Creo que de
todo lo escrito sobre la cárcel, sólo una ínfima parte viene
directamente de sus protagonistas y, desde mi punto de vista, es en ese
vivir visceral donde se podrían encontrar las respuestas.
En un momento comenté que el tiempo
para mí lo marcaban las visitas y las comunicaciones. El fin de semana
era el día más esperado. Hablar con los colegas, aunque fuera a través
de un cristal, ver a tu familia, tener un vis a vis con tu novia, eran
los únicos momentos que te recordaban que aún había un mundo, fuera,
esperándote. Que no estabas muerto en vida y que seguías importando a
mucha gente. Los vis a vis y comunicaciones suponían, sin embargo, un
desgaste emocional muy fuerte. Desde el comienzo de la espera, las
ansias de entrar a comunicar, el miedo de que no vengan, y lo corta que
se hace esa media hora, a través del cristal -que te amputa el alma-,
hacían que incluso el momento más dulce de toda la semana fuera difícil
de sobrellevar. Hay que sumarle, además, las ganas de mostrarte entero y
fuerte ante de los tuyos. No se puede describir un vis a vis. Tengo
amigos que no han podido ir a verme, sólo han podido entrar una vez a
comunicar, por todo lo que supone emocionalmente ese proceso: el verme
ahí, no tocarme siquiera y luego tener que irse con la sensación de
dejarme atrás. El vis a vis es aún más duro y fuerte, ese contacto que
extrañabas, ese abrazo de despedida en el cual intentas quedarte con el
olor de tus seres queridos. El despedirte de tu novia, cuando lo único
que quieres es quedarte con ella y pasar una noche juntos. Piensa en
esto y alárgalo durante años y, aún así, no entenderás lo que es.
Tras el juicio, y sin previo aviso,
soltaron a Juan. Entonces pensé, convencido, de que todo el marrón me lo
comería yo, pues era el principal encausado y el que tenía los cargos
más graves. Viendo que a mí no me soltaban y todos los demás encausados
estaban ya en la calle, se me cayó el mundo encima: “Me van a caer los
16 años enteros” pensé. Y, rápidamente, tras dos años preso, y después
del juicio en la Audiencia Provincial, me soltaron en libertad
condicional a la espera de juicio. Mi salida fue comunicada esa misma
tarde, con el tiempo justo para recoger mis cosas y despedirme de mis
amigos. La despedida fue de lo más bonito y a la vez duro que he vivido.
Las ansias y alegría de dejar ese lugar se mezclaban con la pena y la
impotencia de dejar, ahí dentro, a tus amigos. Lo duro que es despedirse
de alguien que no sabes cuándo vas a volver a ver, que lo dejas ahí,
preso, fue algo que aún recuerdo como si hubiera pasado ayer. Fue ese
día en el que me di cuenta de cuántos amigos había hecho en la cárcel.
Cuando bajé al patio, casi sin darme cuenta, me había despedido de casi
todo el mundo y, con cada uno de ellos, podría decir que compartí
experiencias y camino. Sé que puede parecer muy irónico el decir que la
salida fue muy dura, pero es así como la viví. Especialmente con dos
grandes amigos míos, el “Pelos” y el “Gytis”. Fue ahí, en el chabolo,
los tres solos, cuando fui consciente que debía dejar a dos hermanos
entre rejas.
Al salir, lo primero, el horizonte.
Llevaba dos años sin ver más allá de un muro a diez metros de mí. Al
verme en la calle, la perspectiva, las distancias, las luces y el cielo,
fueron como una avalancha de paz. No había nadie esperándome, pues
“curiosamente”, ni la asistenta social ni nadie había avisado a mi
familia. Realmente me alegré de tener ese momento de soledad, un respiro
de tranquilidad y silencio, de aire y espacio, entre las palabras de
despedida y los abrazos y besos de reencuentro. Siempre me imaginé
saliendo solo, sin nadie esperándome. No sé muy bien por qué, pero
siempre lo visualizaba así y, así fue como pasó. Di gracias de tener el
tiempo de hacer esa transición y no salir de un estado a otro sin
descansar la mente.,aunque fueran unos minutos mientras esperaba a mi
madre y a mi hermana tras haberlas llamado desde una cabina pública.
Imaginaos el salto que hicieron cuando les dije: “Estoy fuera, en la
puerta. Ven a buscarme!”. A la hora ya estaba en casa y habían acabado
mis dos primeros años de encierro.
Podríamos pensar que la salida de la
cárcel es lo más fácil, o bien que una vez cruzada la última puerta,
todo ha terminado. No es así. Realmente dos de los procesos más
difíciles por las que una persona tiene que pasar al entrar en la cárcel
son, específicamente, estos cambios de medio, de vida, de todo… Cuesta
un mundo retomar la normalidad. Sólo alguien que ha estado preso
comprende realmente lo que es estar preso. Recuerdo las paranoias, el
agobio de bajar al metro, la violencia que llevaba encima y lo que me
costó soltarla. Recuerdo haberme dado cuenta de que ya no era el mismo
Rodrigo de antes. No podía mirar con indiferencia lo que sucedía a mi
alrededor. Todas las conversaciones me parecían banales. Me indignaba
ver a la gente ahogada en problemas superfluos y no entendía cómo la
mayoría podía caminar tranquila, cuando a nuestro alrededor había tanta
gente sufriendo. Veía actos y actitudes despóticas en todos lados. Gente
que juzgaba a otras personas, incluso a sus amigos, con una ligereza
que me asustaba, mientras criticaban un sistema que ellos mismos
reproducían. Creo que aprendí a quedarme callado y a escuchar, cosa ya
bastante difícil en mí, pero no sabía en ese momento ni quién era ni por
dónde empezar a vivir; qué es lo que quería que fuera mi vida.
La cárcel te deja una marca, un peso
sobre los hombros que vas cargando día a día y en cada momento. Como una
profunda sensación de melancolía que lo intensifica todo. Te sientes a
ti mismo distinto, crecido, fuerte y a la vez frágil y sensible, a veces
mirándolo todo como desde la lejanía, en una burbuja donde nadie logra
verte realmente. Cuando la gente te pregunta, unas veces no quieres
decir nada y otras quisieras soltarlo todo, pero sabes que aún así no
serviría de mucho. Repites una y otra vez la misma historia. No
recuerdas si realmente las cosas han sido así o lo has aprendido por
repetición. Intentas no involucrarte demasiado en tu propio discurso,
porque en el fondo, sabes que si sigues ahondando llegarás a un lugar
donde las heridas aún no han sanado. Y eso, sin duda, da miedo. Aunque a
veces ayuda.
¿Cómo la gente puede llegar a creer
que alejándote de tus seres queridos, de tu familia, de tus amigos,
puedes volverte mejor persona? ¿Cómo pensar que, sin contacto humano, se
puede llegar a ser un ser humano equilibrado? A un perro que se le
enjaula y se le golpea a diario… ¿Lo soltaríais después de unos años
entre la multitud? Sólo cabría esperar violencia en él. Violencia que es
lo único que conoce, violencia generada por el miedo y el instinto a
protegerse de quienes lo han convertido en lo que es. Por primera vez en
mi vida, conocía el odio y la rabia, la impotencia y la sed real de
venganza. Eso era lo que habían hecho conmigo. Son sensaciones que
pueden llegar a ser útiles. Ahora pienso que el odio puede ser impulsor
de muchos cambios beneficiosos, la rabia puede impulsarte a conseguir lo
que anhelas. Lo que realmente quería era compartir ese odio, compartir
esa rabia, esparcir la pólvora para que la gente entendiera todo lo que
consienten desde su apatía.
Los siguientes dos años en libertad
condicional los pasé en Zaragoza. Una serie de desilusiones y encuentros
con la policía, sumado a lo que acababa de vivir, hicieron que para mí
Barcelona se convirtiera en una ciudad inhabitable. Salir de aquí fue
como resetearme un poco, e intentar aplicar todo lo que había pensado en
la cárcel. Tener tiempo de estar conmigo mismo y con mi novia,
compartir desde la intimidad y retomar la vida donde la había dejado.
Me enteré de que tenía que entrar otra
vez en la cárcel por un amigo mío. El impacto fue brutal. Llevaba dos
años en “semi-libertad” y la sola idea de volver me mataba por dentro.
Esto fue lo que escribí al enterarme de mi inminente entrada en prisión,
cuando mi amigo Borja, me lo comunicó.
Acabo de recibir la sentencia del
Tribunal Supremo, en la que dictamina mi inminente entrada en prisión,
por un crimen que no he cometido, perdón, mi segunda entrada…
A veces no sé qué pensar, siento
muchas cosas a la vez: agradecimiento a la gente que ha creído en mi y
en la VERDAD, antes que cualquier cosa; rabia e impotencia ante los y
las que se niegan a ver la verdad y que prefieren juzgar y enjuiciar al
“débil” antes que hacerlo con un sistema, que habla sobre integración,
justicia y democracia, mientras por detrás de la cortina, juega a un
juego muy diferente de corrupción y sumisión; cólera al ver cómo, no
solamente me hacen sufrir a mí con esta injustificada condena, sino a
muchas personas más, amigos, hermanas y compañeras que han luchado para
mantenerse en pie ante la maraña de intereses, a la que llaman justicia.
Una sentencia basada sólo en
intereses políticos, no en buscar al “culpable”, lo pongo entre
comillas porque la verdad es que deberían buscar entre ellos.
Esto que estoy viviendo, desde el
inicio, ha sido un caso lleno de “irregularidades”. Desde que lavaron la
calle donde sucedió todo borrando las pruebas, hasta la actitud de la
Jueza de Instrucción, que no sólo nos negó la posibilidad de investigar,
sino que rechazó todas y cada una de nuestras peticiones, sin tomar en
consideración las pruebas que confirman nuestra inocencia, como la
primera versión del caso, del entonces Alcalde de Barcelona, Joan Clos
que, al recibir un informe (de la policía, claro), afirmó públicamente
la versión de que un macetero cayó desde un edificio y golpeó al policía
herido. Esta primera versión oficial confirma nuestra inocencia.
No sé muy bien qué contar ahora
realmente. Siento que el mundo se derrumba frente a mis ojos, pero, a la
vez, me siento mucho más fuerte que nunca. No es el momento de flaquear
ni nada parecido, toda la ira y la impotencia que tenemos no debe
quedarse ahí, sino salir en busca de la lucha por la verdad. Como es
bien sabido: “si luchas puedes perder, si no luchas estás perdido”. Pues
quiero que sepan que no estoy perdido, ni mucho menos, que seguiré
luchando hasta mi absolución y que no pienso esconder la cara ante los
mentirosos que me acusan de algo que no he hecho, que sé que no estoy
solo, ni que mi caso es único, que sigo fuera y por más encierro o años
que me tiren encima no lograrán callarme. La lucha por la verdad es la
lucha por la libertad y a pesar de saber que estaré entre rejas, no
lograrán encarcelar mis sueños, ni las luchas que me acercan a estos.
El 29 de diciembre del 2009, tras
dejar todas mis cosas listas para pasar una temporada encerrado, me
presenté en la cárcel Quatre Camins. Me presenté el 29 porque no quería
que el año nuevo fuera como una despedida. Tampoco quise que mucha gente
me acompañara a entrar, tan solo fue mi familia y Gytis. Tras dos días
en Ingresos y la correspondiente entrevista con el psicólogo y cacheo
médico, me llevaron al módulo 3. Poco tengo que contar al respecto.
Todos los patios se parecen un poco y, al conocer ya a gente de allí,
rápidamente me hice un lugar. Lo que te carcome es el hecho de haber
entrado por tu propio pie. Seguramente, si no hubiera tenido que entrar a
pagar “sólo” tres años y, hubieran sido diez o más, mi decisión hubiera
sido otra.
Debo decir que ya no entraba como
preso preventivo, sino que era un penado con todas las de la ley. Una
condena que cumplir y, en teoría, un tratamiento que seguir. Mi primera
entrevista en el módulo fue con mi tutora y criminólogo, quienes me
dejaron claro por dónde irían los tiros. Siempre, al empezar una
entrevista con una persona nueva, te hacen contar tu historia. El por
qué has entrado en la cárcel, el por qué del delito y los hechos que te
llevaron a hacerlo… Aquí fue el primer choque. Yo estaba preso por un
delito que no cometí y, a pesar de que antes de entrar sabía
perfectamente que admitiendo el delito saldría antes, no pude hacer otra
cosa que defender mi verdad. Les conté todo cuanto sabía, lo que
recordaba de mi proceso, y el por qué creía que estaba allí. Lo primero
que me dijo el criminólogo fue que si no admitía el delito me comería la
condena a pulso, o sea, que pagaría los 5 años íntegros. Yo sin vacilar
le dije: “Pues a pulso me la como”. No entendía nada, pero lo único que
sé es que ni en ese momento, ni en ningún otro, podría mentirme a mí
mismo, echando por tierra todo lo que habíamos luchado para que se
hiciera justicia. Terminamos casi a gritos. Él tildándome de poco
práctico e inmaduro, mordiendo su carpeta, rojo de la ira, y yo
riéndome un poco de la situación, mientras le decía que según mi parecer
el que necesitaba un programa de rehabilitación de ira era él. En
medio, se encontraba mi tutora, que intentaba mediar y poner orden,
básicamente calmando al criminólogo. La situación era patética. No me
podía creer que el Estado me pusiera en manos de esa gente, que ni
siquiera era capaz de controlarse a sí misma para rehabilitarme. Les
dije que no entendía cómo podrían reinsertarme y rehabilitarme
alejándome de mi entorno social, de mi familia, de mi trabajo y de mis
estudios; encerrándome con gente que ellos consideraban delincuentes,
para convertirme en mejor persona. Le dije que fuera directo conmigo,
que aceptaría el castigo y la venganza, que me había presentado
voluntario y estaba dispuesto a cumplir mi condena, pero que no me
trataran de imbécil, que no me hablaran de reinserción o rehabilitación y
todas esas patrañas que se inventan para justificar esos muros y su
trabajo. La cosa se caldeó, aún más, cuando le dije que por ley no tenía
por qué admitir el delito. Que había cumplido todo lo que me había
indicado el juez y que tan sólo esperaba que ellos hicieran su trabajo. Y
que, en última instancia, no iba a ser tan fácil venderme la historia
de que estaban allí para ayudarme. Creo que la conversación se alargó
más de una hora. No recuerdo todo lo que se dijo, pero sí la ira que me
generaba saberme dependiente de estas personas. Ser consciente de que mi
libertad estaba en sus manos. Que simplemente con su arbitrariedad
podían destruir una vida. Al salir me sentía aliviado por haber
defendido todo lo que creía, por haber sido sincero conmigo y con ellos,
pero también que la había cagado gorda, que me había peleado
exactamente con la gente con la que no debía hacerlo. En el fondo, me
daba igual. Podía soportar el peso de pasarme tres años más en la
cárcel, pero no podría aguantar el hecho de haberme retractado de saber
la Verdad. Lo único que quería era poder llegar a viejo, mirarme al
espejo, y decir que a pesar de todo había hecho lo que creía correcto,
aunque esto me hubiera complicado la vida. Hay momentos clave en los que
nos demostramos quiénes somos, no llegan a ser muchos en la vida, pero
hay tres o cuatro encrucijadas vitales en las que en un momento dado se
debe escoger un camino. Yo escogí ese, y a pesar de lo duro que ha sido
recorrerlo, creo que me ha aportado mucho más de lo que me ha quitado.
Otra entrevista memorable fue con mi
psicóloga cuyo nombre no recuerdo. Creo que se llamaba Anna. Con ella
tuve otro debate, aunque bastante más sencillo de “ganar”. Casi
insultantemente sencillo (insultante para ella, claro). En un momento
comenzó a llamarme “anti-sistema” y a preguntarme por qué lo era. Se
quedó muda cuando le contesté que básicamente lo era porque había gente
como ella defendiendo este sistema. Que en el fondo todos éramos anti
“algún sistema”, que ella seguramente lo sería en Cuba, o sería una
hipócrita. También le comenté que gente como Nelson Mandela o Martin
Luther King habían sido considerados así, personas a las que seguramente
ella admiraba y que, probablemente, también ellos habrían tenido que
defender su postura frente a la voz cantante del poder. En este caso
representado por ella. Ésta y muchas cosas más en un monólogo de rabia
que le vomité en la cara. Ante su mirada de estupor, y al fijarme que
llevaba un crucifijo, le pregunté “¿es usted cristiana, no? Pues que
sepa que Jesús también estuvo preso, y fue considerado el gran
anti-sistema de su época. Que irónico que ahora lo lleve en el pecho”.
Me levanté diciendo “Creo que la conversación ha terminado”. Y el colmo
fue cuando, al irme, gritó a mis espaldas y me dijo: “¡Hemos terminado
porque lo digo yo!”.
Tras mi entrevista-pelea con mi tutora
Iara, mi criminólogo conocido como “la Heidy” (que como dato a destacar
había sido carcelero en Brians) y el desastre de mi presentación ante
Anna, se me comunicó que me cambiarían de equipo de tratamiento por
gente “más preparada”. Toda la situación me parecía demasiado chistosa
como para tomármela en serio, a pesar de saber que se decidía mucho con
esto. Claramente estaba preocupado, pero era todo tan irreal, que
costaba creérselo. Mi nueva psicóloga se llamaba Samanta. Mi nuevo
tutor, Jordi. También me cambiaron de criminólogo y asistenta social,
aunque con ellos no tuve casi contacto. Tras un par de entrevistas con
Samanta, que se movía con bastante más cautela en ciertos temas, y era
bastante más hábil en generar conversación, -lo cual, en cierto punto,
lo consideraba peligroso y me hacía estar un poco más alerta- se me
comunicó que no haría el tratamiento de rehabilitación de violencia en
grupo (D.E.V.I.) y que, a la vez, se me trataría individualmente para no
interferir en el tratamiento de los demás. Al menos fueron sinceros
diciendo que no podrían avanzar conmigo en una clase, ya que seguramente
estaría rebatiendo todo el rato al psicólogo, poniendo a los presos en
su contra y generando situaciones conflictivas. También me dijeron que
en futuras entrevistas siempre habría dos profesionales, y que no me
dejarían hablar solo con uno a la vez, aunque esto al final, no se
llevó a la práctica. Así empezó mi odisea de rehabilitación orientada a
trabajar mi empatía hacia la víctima. A pesar de ello, desistieron
rápidamente de forzarme a reconocer el delito. Aunque esto no implicara
que de vez en cuando sacaran el tema a ver si en algún momento “caía”.
Al principio fue todo bastante “experimental”. Algunas terapias eran tan
básicas como pegarle a un saco de boxeo para desahogar la rabia. Otras
eran más perversas. Una vez me propusieron una salida para después
denegármela y ver así cuál era mi reacción. El caso es que hay que
terminar el tratamiento para pedir cualquier tipo de beneficio
penitenciario, y a pesar de saber que mis acciones no eran de lo más
práctico, queda claro que yo buscaba la libertad. O sea, que en muchos
momentos, tan sólo tienes que responder lo que ellos quieren escuchar y
jugar en esa delgada línea que delimita lo que ellos quieren y lo que tú
buscas.
Tampoco fue muy bien recibida por la
Junta de Tratamiento mi voluntad de retomar mis estudios universitarios
de historia, aunque mi intención era orientarlos hacia la antropología y
argumentara por ello, que con un título podría encontrar un puesto
laboral bastante mejor remunerado. La idea era que me pusiera a trabajar
en lo que fuera y destinara parte de mi mísero salario carcelario
cubrir la deuda por responsabilidad civil, que asciende a millón y medio
de euros, orientados a reparar los daños hacia la “víctima” y a su
familia. Si no lo hacía así tampoco obtendría ningún beneficio. Busqué
trabajo y al final, gracias a los presos y, por supuesto, sin ayuda
alguna de carceleros ni tutores, logré entrar en la limpieza del
gimnasio-polideportivo y emepcé a cobrar la estupenda suma de 120€
mensuales por seis horas de curro diario, seis días a la semana. Lo
bueno es que el trabajo me permitía disponer del gimnasio y las
instalaciones a voluntad, entrenar a diario, jugar a baloncesto y a lo
que quisiera, tener contacto con gente de otros módulos y montarme mi
propia rutina para acelerar el paso del tiempo.
Así fue como empecé a centrarme en el
ejercicio físico como vía de desahogo y pasé de ser un delgado punki de
72 kg. a un maromo de 84 kg. casi sin darme cuenta. Realmente me sentó
bastante bien. Gracias al ejercicio no fumaba tanto porro y la tentación
de las drogas duras, siempre tan presente en prisión, se diluía. Me
sentía más anímico mentalmente como, por supuesto, físicamente. Comía
más y mejor, dormía del tirón y durante el tiempo que entrenaba, ya
fuera jugando a baloncesto, haciendo ejercicios de resistencia y carrera
o un poco de pesas no había nada más salvo yo y el trabajo/juego en el
que estaba metido. Comía, entrenaba, leía, escribía y dormía… eso y poco
más. Me centraba en mí, el ejercicio, la lectura y mantener el contacto
con el mundo exterior y mis amigxs a través de cartas que iba
recibiendo y contestando a diario.
Con los carceleros del módulo tampoco
fue tan fácil que se acostumbraran a mi presencia. Tan sólo por mi
estética (piercings, cresta, rastas, siempre de negro…) ya comenzaron a
perseguirme e intentar intimidarme con la mirada. Al cabo del tiempo
llegaron los primeros cacheos en busca de “material anti-sistema” en mi
chabolo, la lectura de cartas, y demás “detalles” difíciles de explicar
claramente, pero que uno huele, de desprecio hacia mí. También hay que
decir que el sentimiento era mutuo, pero los únicos que tenían una
responsabilidad profesional de neutralidad debían de ser ellos, al menos
en teoría. Dejar claro que tampoco les daba muchas oportunidades de
joderme e intentaba en la medida de lo posible hacer mi vida, lo más
alejado de los de azul, cosa complicada cuando convives con ellos a
diario. Te levantan por la mañana y te cierran la puerta por la noche,
pero en cierta medida se puede conseguir. Un par de funcionarias sí que
se me acercaron para dialogar realmente, los demás, simplemente se
acercan a los presos en busca de información (chivatos) o para
humillarlos, cachearlos, o ponerles un parte. Por más sonrisa que me
ponga uno, nunca me he sentido cómodo hablando más de cinco minutos con
ellos. Los únicos funcionarios con los que en algún momento pude llegar a
perder algo de esa distancia fue porque ellos mismos se distanciaron de
sus compañeros, saltándose el reglamento, o bien, hicieron cosas que de
alguna manera, me ayudaron. Para mí, esta gente siempre ha sido una
incógnita, y les veía en la cara esa intranquilidad de saberse en una
posición, en una labor, que mejor no existiera. De hecho, así me lo
verbalizaron un par de ellos.
Mi rutina se vio obviamente
interrumpida por varias circunstancias, pero me gustaría contar dos
hechos de relevancia en el trascurso de estos años. El primero fue
cuando se me comunicó que tenía otra causa y un juicio nuevo en
Zaragoza. Se me acusaba de usurpación. Fue un golpe en toda la cara,
pues estaba esperando mi 100.2 y otra causa podría significar la
suspensión de toda esperanza de salida, permiso, u otro tipo de
beneficio al que pudiera optar. No era un delito grave ni mucho menos,
de hecho era una pena-multa, que en caso de no ser pagada, podría llegar
a efectuarse con más días de encierro. Pero en ese momento me cayó como
un jarro de agua fría y lo plasmé de la siguiente manera:
En estos momentos me cuesta
escribir pero debo hacerlo, ya no pienso con claridad y la rabia, la
impotencia y la pena se entremezclan en lo más hondo de mi ser, quiero
llorar y no puedo, podría, pero no quiero, no quiero derramar ni una
sola lágrima en este lugar que no se lo merece, no quiero darle el
placer a estos muros de verme mal, cansado o triste, no les daré ese
gusto. Debo ser fuerte, afrontar lo que he hecho y dar la cara como
siempre he hecho… No se puede ir a la guerra esperando no recibir ni una
bala.
Me acaban de comunicar que tengo
otra causa pendiente: En el desalojo del “C.S.O. Merkaos”, en Zaragoza,
fui identificado y detenido junto a otros compañeros y amigos. Ocurrió
el año pasado y hoy pago las consecuencias ¿De qué se nos acusa?:
¡Coacción! El cobarde y especulador dueño del local que había dejado
casi en ruinas, un antiguo mercado al que nosotros y tantos otros dimos
vida, dice que por culpa de haberlo okupado no pudo alquilarlo.
Misteriosamente, luego del desalojo, lo tapió completamente. Estoy
seguro que si sobre él no hubiera un edificio, lo habría mandado a
demoler directamente. ¡Qué asco de persona! ¡Escupo sobre todos los de
su calaña!
Ahora me recrimino, en ese
entonces estaba en libertad condicional y podría haber sido más
cuidadoso, lo sé, podría haber esperado un poco, mantenerme al margen y
no participar… pero quienes me conocen de verdad saben que no puedo,
saben que sería engañarme y negar quien soy, saben que sigo estando ahí,
con ellos en cada paso que dan, en cada lucha, en cada batalla, ganada o
perdida. Quienes me conocen saben que sufro más mi encierro por el
hecho de no poder estar a vuestro lado, apoyándonos unos a otros,
denunciando, reivindicando y organizándonos, que por el hecho de salir
de este claustro y qué sé yo… poder estar en una terraza tomándome una
birra, por ejemplo. Sufro más mi encierro por lo que está pasando mi
familia, mi madre y mis hermanxs, Kata y Karlos… mi abuela que ha
viajado desde Chile, esta semana, para poder verme, aunque sea a través
de un asqueroso cristal y luego una hora y media de vis a vis familiar
en el que nos pudimos abrazar y mirarnos a los ojos, y decirnos de todo
en complicidad, como si una hora y media pudieran compensar casi siete
años de lejanía. Sé todo lo que estás pasando madre, sé todo lo que
sufres al verme aquí y sé el disgusto que te dará el saber que mi salida
de estos muros, que esperábamos cercana, no lo es, al menos no cuando
creíamos.
Ahora me recrimino por no haber
sido más listo en el momento adecuado, pero si una cosa he aprendido es
que no vale la pena mirar atrás, asumiré lo que haya que asumir. Siempre
supe que luchar por mis ideas podía traer consecuencias, que el sentir,
pensar y actuar con el corazón son gestos y actos que comportan
riesgos, que ser consecuente hoy en día es peligroso y, en ciertos
casos, un delito. He intentado ser un espectador pasivo ante la vida,
pero mi naturaleza es la de un luchador activo ante ella, en ella, por
ella… ¿Cómo sentir sin pensar?¿Cómo pensar y quedarse de brazos
cruzados? La mala noticia de hoy me la ha comunicado mi psicóloga de
aquí, en la Cárcel de Quatre Camins. Me preguntó luego: “¿Pero Lanza… no
puedes ser simplemente un okupa sin okupar?” Que cada uno saque sus
conclusiones…
Ahora me siento estúpido por
haberme ilusionado en salir “pronto”, me siento mal y cruel por haberles
dado expectativas a mis amigos y familia de que pronto nos podríamos
abrazar en la calle. Miro por la ventana y los barrotes se me clavan
como agujas en mis pupilas. Odio la cárcel con todo mi ser, la odio tan
profundamente como amo a quienes luchan por derribar sus muros. Sí, hoy
me siento mal y necesitaba escribiros a todos, aunque estas palabras no
salgan de aquí, necesitaba llorar tinta sobre esta hoja de papel,
necesitaba abrazarme con los demás presos y sentir su apoyo, necesitaba
sentirme cerca de vosotros, acompañado, necesitaba encontrar fuerzas en
mí, ordenar mis ideas, convertir esta frustración en amor, en rabia, en
rebeldía. Jamás pensé que el precio por luchar lo pagaría tan caro. Ya
llevo casi dos años y medio preso por un delito que no he cometido y
ahora esto otro. Jamás pude imaginar que la lucha por la libertad iba a
ser tan dura. Era consciente de algunos riesgos, pero no me esperaba
esto, creo que nadie se lo espera. Muchos dirán que he pagado un precio
demasiado alto, pero tampoco lo veo así. He ganado los mejores amigos
que podría tener, me siento rodeado, aún en esta soledad carcelaria, de
compañeros que empatizan conmigo, he ganado el poder levantar la cabeza
cuando los demás esperan que me derrumbe, como hoy por ejemplo; tengo
una familia que me ama y me apoya, me conoce y entiende mi postura a
pesar de lo que implica, de lo que conlleva. No, realmente no creo que
el precio sea demasiado alto, ya que si lo pienso aún no me han quitado
nada y no dejaré que lo hagan. Puede que me hayan arrebatado unos años
de libertad, pero lo que no saben es que nunca he dejado de ser libre.
Hoy he sentido mis fuerzas
flaquear, pero me levanto listo para otra batalla, listo para seguir
luchando. Hoy he recibido un golpe duro, lo sé, pero levanto los brazos y
armo mi defensa, consciente que con la vida que he escogido recibiré
muchos más: Hoy he logrado encajar este golpe, mañana seré yo quien
golpee, seremos nosotros, todos juntos.
Poco después entendí que no servía de
nada caer en el victimismo o hundirme en lamentos. Que hiciera lo que
hiciera ya no dependía de mí y que, en realidad, no fue tan grave. Como
era simplemente una falta con una petición fiscal de multa, no debería
interferir en una condena de penado. Así fue, pero lo importante era que
tenía que ir a la cárcel de Zuera (Zaragoza), en traslado, para
comparecer en el juicio.
Al cabo de un tiempo, ya de vuelta,
empecé a asistir al taller de teatro y audiovisuales que impartía una
asociación llamada Teatro Dentro. Conocía de antes a Thomas, quien era
director de teatro y gran amigo de Rita, con quien había hecho
audiovisuales en el C.P. Trinitat. Conocí a Jose, quien era director de
cine documental e hice muy buenas migas con él. De hecho, aún seguimos
en contacto, también con Renata y Esperanza especialmente. Lo que me
gustaba no eran tanto los talleres de teatro en sí, sino el ambiente que
se creaba y la complicidad entre nosotros, la armonía de grupo y la
metodología de trabajo en general. Se nos daba libertad de crear y
manejarnos en nuestros propios tiempos y espacios. Era como estar entre
amigos y, de hecho, logramos crear un espacio donde compartir algo más
que un trabajo. Realmente, hay que agradecer enormemente a las personas
que se acercan a uno, en esos lugares, de esta manera, sin prejuicios ni
intenciones poco claras. Rápidamente, encontré otro espacio donde ser
yo de verdad, sin la presión de las cámaras y “el gran hermano” siempre
presente, al menos en cierta medida. Al final, incluso logramos montar
una batería cuando se jubiló la profe de música y pude retomar mi gran
pasión por tocar. La montamos en una salita semi-insonorizada, nos
turnábamos las tardes con otros compañeros para que todos pudiéramos
hacer uso de ella. Fue bastante divertido y de gran ayuda para ir
soltando un poco todo eso que se te va acumulando con el paso del
tiempo. Daba gusto tener otra actividad que no fuera sólo el deporte,
poder ensayar y compartir con gente a la que aún hoy llevo muy dentro de
mí y la considero amiga de verdad.
Casi sin darme cuenta, pasó un año.
Por otra parte se me había pedido un 100.2, -artículo del que disfruto
ahora-, tras terminar mi tratamiento individualizado. Me fue denegado
por la Audiencia Provincial de Barcelona tras el recurso del fiscal
porque, y cito textualmente :
“se pone de manifiesto que se trata de
un individuo de ideología antisistema en general, con una total falta
de asunción delictiva, que en ningún momento de su trayectoria ha
reconocido su actividad delictiva”.
Este fue otro de los golpes duros,
pues una vez que logré que mi junta me pidiera el 100.2 para poder salir
a trabajar, nadie esperaba que lo rechazaran y, menos aún, después de
que el juez de vigilancia lo hubiera aprobado. No hay nada peor que
esperar algo que no llega, y cuando ese algo es la libertad, la espera
es un calvario. Ahora lo veo como algo lejano pero supongo que lo mejor
sería dejaros con las palabras de aquel momento:
Es difícil escribir cuando tienes
tanto que decir y no encuentras las palabras, cuando estás ante la hoja
en blanco y no sabes por dónde empezar, cuando hace unas pocas horas has
visto a tu madre tras un cristal intentando sonreírte y ser fuerte,
mientras ves el cansancio y la tristeza en sus ojos. Es complicado
transmitir los sentimientos que esto conlleva, describir la cárcel, sin
caer en obviedades o extenderme demasiado. Creo que lo mejor es dejarse
llevar por ese instinto natural que nos hace odiar este tipo de
instituciones. No he sabido de ningún caso en el que se le pregunte a
un/a niño/a qué quiere ser de mayor y que responda que quiere ser
carcelero. Tampoco sé de ningún padre o madre que lo desee para sus
hijos. No hay nada más ruin y cobarde que negarle a alguien su libertad.
Entre rejas, el tiempo se comporta
de forma muy caprichosa y bizarra. No me doy cuenta y pasan los años a
la vez que un día por si sólo se me hace eterno. Han pasado cinco años
desde ese 4 de Febrero de 2006 y no sabría definir cómo han
transcurrido. Sospecho que para cada persona el tiempo pasa de un modo
distinto. Ahora sigo aquí, entre acero y hormigón, luchando por mantener
esa parte de mí que me hace ser quien soy, esa parte de mí, que se
duele de cada segundo de encierro, lejos de los míos, que me incita a
levantarme y a mantenerme con la frente en alto, que me recuerda que no
estoy sólo, que lo importante es cómo nos enfrentamos a lo que nos toca
vivir y no tanto los sucesos que nos abruman, que se puede ser libre
entre rejas, mientras miles de personas se creen libres sin serlo,
encadenadas a sus rutinas y prejuicios, presas de su ignorancia y
egoísmo.
Es duro darte cuenta que la cárcel
forma parte de tu vida. Es duro aclimatarse a estos patios y pasillos, a
sus desdichas y miserias, sin embargo es necesario, para seguir
sonriendo y darse cuenta de que aún en los lugares más insospechados hay
espacio para la alegría, la complicidad y la amistad, la desobediencia y
la dignidad. Es necesario para ver, como, a pesar de los esfuerzos por
subyugarnos y amansarnos, no logran resquebrajar nuestro espíritu ni
nuestros deseos de ser salvajes. Para restregarles en sus caras como, a
pesar de sus intentos de separarnos, nuestra amistad es algo que nunca
lograrán derribar, por más muros que erijan, por más barrotes que
construyan en mi ventana.
Ahora, tras más de tres años entre
rejas, me deniegan las salidas basándose en que siempre he defendido mi
inocencia y mi forma de pensar… ¿Pero cómo quieren que piense si ellos
mismos me han mostrado lo podrido que está todo? ¿Cómo esperan que
admita algo que no he hecho? ¿Cómo esperan que actúe cuando lo único que
me han enseñado es a odiar? Me niego a ser sumiso y obediente, a
responder “sí señor” como un autómata, rehúso ser domesticado. He sido
sutil y cauto mucho tiempo y lo único que he logrado ha sido ver cómo se
denegaba mi derecho a la libertad, derecho que no pienso mendigar ni
ahora ni nunca, sino exigirlo, cogerlo, sin importar cuánto tarde en
ello. A veces pienso que lo único que falta es que me quieran marcar con
una “A” al rojo vivo. Ahora me etiquetan cómo antisistema y se
esfuerzan en hacerme creer que por ello merezco un castigo más severo.
El antisistema hoy en día es aquél/la que le recuerda a la sociedad
cuáles son los valores que ésta dejó de defender hace años, si es que
alguna vez lo hizo. No deja de ser paradójico que se nos castigue por
ello. Supongo que el poder es demasiado orgulloso para admitir sus
defectos, más aún, cuando quién le pone el espejo en la cara es un punki
inmigrante sudaka en la cárcel. La vida es demasiado irónica por si
sola.
A pesar de todo, sigo sonriendo y
soñando. A veces imagino que no hay nadie, lo suficientemente arrogante,
como para juzgar a otro y menos aún para condenarle, que nadie juega a
ser dios. A veces imagino que no hay muros ni fronteras, que los patios
no son cuadrados y la gente no viste uniformes. A veces imagino que mis
amigos no tienen porqué contentarse con verme tras un cristal, que no
hay necesidad de estar aquí escribiendo en una fría celda para decirles
lo que pienso, que estoy con ustedes ahora mismo, enfrente vuestro y nos
podemos abrazar, podemos llorar y brindar juntos. A veces cierro los
ojos e imagino el día en el cual la libertad no suponga luchar día a
día, a todas horas y contra viento y marea, sino relajarse y dejar que
las cosas fluyan, en paz. Es en esos momentos, en los que me doy cuenta
de que saldré de aquí con la dignidad intacta y podré decir que, a pesar
de los años en los que me retuvieron y secuestraron en una celda, a
pesar del dolor y los muros que me rodean, nunca me han tenido.
Estaba convencido de luchar por mi
verdad y sentía que si no me ayudaba a mí mismo nadie lo haría.
Intentaba convencerme de que lo importante no es cuándo salir de la
cárcel, si no cómo salir de ella. Poder llegar a mayor y mirarme al
espejo sabiendo que he podido cometer errores, pero consciente de haber
escogido en cada momento el camino que creía correcto.
El 26 de Abril de 2011, se quitaba la
vida tras 6 meses en tercer grado, en la Cárcel de Wad-Ras, mi compañera
Patri. Jamás había derramado una sola lágrima en mis años de cárcel,
pero eso fue demasiado y, ahí mismo, intentando que los demás presos no
me vieran, no pude contener el llanto. Una pequeña parte de mí murió en
ese instante. Aún llorando, llamé a Borja, simplemente para hablar y
soltarme, pero no era capaz de hablar, tan sólo recuerdo decirle que
todo era injusto, que no entendía nada y que Patri era la persona más
noble y transparente que había conocido en años. Nos escribíamos cartas
de una cárcel a otra, para darnos apoyo, me enviaba sus poemas y sentía
un lazo con ella que sólo sentía con mis mejores amigos y mis hermanos.
Una complicidad en el silencio que nos hacía entendernos mutuamente sin
siquiera hablar. Se había ido para siempre y me llenaba de rabia no
haber tenido oportunidad de compartir con ella todo lo que me hubiera
gustado. La cárcel me había quitado esa oportunidad. Más que nunca sentí
cólera por no poder estar con sus amigos en esos momentos, no poder
llorarla como es debido. Los siguientes días los tengo borrosos, dejé
incluso de entrenar, de leer y escribir durante dos largos meses, en los
cuales Gytis me cuidó como un hermano mayor. Me preparaba ensaladas y
comidas ricas para que me entraran ganas de comer. Intentaba distraerme
con otros temas, pero a la vez era con quien podía hablar sobre lo que
me pasaba por dentro y me escuchaba atento, opinando desde el respeto de
quien también ha sufrido. Me acompañó durante todo ese proceso
haciéndolo más llevadero. La pena fue dejando paso a la rabia, ésta me
recordaba el por qué era tan importante seguir defendiendo todo lo que
habíamos luchado para llevar adelante nuestra Verdad. Hoy por hoy, no
doy ni un solo paso, no digo ni una sola palabra sobre la cárcel, sin
pensar en ella. Es un peso que llevo cada día y a todas horas. Había
conocido compañeros entre rejas que de un modo u otro habían perdido la
vida en estos muros, algunos debido a la droga, otros por las palizas
sufridas por parte de carceleros o sus desatenciones cuando, por motivos
médicos, pedían ayuda, pero nunca sentí tanto odio hacia esta mierda de
institución como entonces. Si fuera por mí, en ese momento, quemaba
toda y cada una de las cárceles del mundo, sólo con gasolina y una
cerilla. Imaginaba formas de vengarme de algún modo u otro, de desahogar
mi dolor ¿Pero cómo? ¿Ante quién?
El mismo día que lo supe vino a
hablarme mi tutor, Jordi. No recuerdo bien lo que me comentó. Obviamente
venía a hablarme del asunto, como así me dijo. Que se habían enterado
de lo ocurrido, que lo lamentaban mucho, que si cualquier cosa podía
hablar con él… Sólo el asco que me daba su cara en ese momento y cómo
éste se reflejaba en mis ojos lo dejó todo claro. No sé ni cómo mantuve
la compostura para decirle: “Mira, ahora mismo no quiero hablar, y menos
con nadie de prisiones”. Me levanté y me fui con los puños cerrados y
el alma rota.
Tras lo de Patri, todo lo que puedo
comentar a continuación, no tiene ninguna importancia. Esta sensación
empapó incluso mí día a día. Comía por comer, entrenaba por entrenar y
caminaba por el patio por inercia, pero al final, seguí adelante e
intenté avanzar con mis metas, pero nunca, nunca permitiéndome olvidar.
Me aplicaron, por fin, el dichoso
100.2. Podía salir a trabajar de Lunes a Viernes, salvo festivos, de 7am
a 8pm. Al comienzo fue la alegría, luego el cansancio. Despertarse cada
día a las 6:30h para estar listo cuando me abrieran el chabolo a las
7h. Salir del talego y correr por un camino de tierra. El frío y la
oscuridad de las madrugadas de campo, para alcanzar un autobús hacia
Barcelona. Luego una hora de viaje hacia la ciudad y a la vuelta más de
lo mismo, salir del curro a las 18h y salir corriendo para no perder el
bus de vuelta. Un estrés, vamos, aparte de tener todo el día la
sensación de que se te va el tiempo, corriendo de aquí para allá,
comiendo mal y poco, encontrándome perdido, cansado y desorientado. El
caso es que en los menos de dos meses que llevo de 100.2, he perdido
cerca de 10 kilos y vuelvo a ser el punki tirillas de antaño. Tampoco me
quiero quejar mucho. Salir tiene sus claros beneficios y espero con
ansias un tercer grado para poder pedir un traslado a un centro de
Barcelona ciudad y no matarme en viajes ni gastarme €100 mensuales en
ellos. Disfruto del curro y camino por la calle cada vez más a gusto.
Empiezo a ser yo de nuevo y descuento los días hasta el 31 de Diciembre
de este año, momento en el que habré cumplido toda mi condena.
Aún queda un año y cada vez tengo más
la sensación de que se me está haciendo cuesta arriba, pero es el
trayecto final y no voy a dejar de caminar ahora. Todavía no vivo la
vida que quiero llevar, ni me dejan hacerlo, pero cada vez tengo más
claro qué quiero de ella, aunque me cueste ponerlo por escrito. Como he
dicho, no podría decir en una frase, ni en un libro entero, qué supuso y
supone la cárcel en mi vida, mi relación con esta institución y todo lo
que me ha marcado. He dejado mucho fuera en este pequeño relato, que en
realidad es tan sólo un prólogo. Simplemente sé que no soy el mismo.
Realmente, creo que no voy a encontrar
nunca las palabras y siempre miraré al horizonte como ese paisaje que
tanto tiempo me fue arrebatado. Nunca más podré desaprovechar la
oportunidad de estar con un amigo, con mi pareja, con mi madre o hermano
compartiendo un momento, un abrazo, una experiencia, en este trayecto
que vamos recorriendo y nos va marcando como personas. Ha cambiado mi
visión de la justicia, mi valor respecto a ella, mi idea de libertad,
que cada vez se me hace más complicado definir y más necesario sentir.
Me ha unido a personas maravillosas que puede que, de otra forma, no
hubiera conocido. Hemos sido hermanos y nos moriremos siéndolo. Pero
siempre me acompañará esa sensación de melancolía, ese lloro ahogado,
ese frío que se cuela en los huesos, esa impotencia, esa amputación del
alma, esa soledad que se encierra tras los muros.
FUENTE DE PROCEDENCIA
acabacabacabacabacabacabacabacabacabacabacabacabacabacab
HABLA SIL
El dolor del alma te puede convertir en un angel....bello por fuera y por dentro...definitivamente armónico con el universo......con una nueva pasion veraz por lo sublime que hay en este mundo....
llorar o no llorar....arrastrarse...morder el polvo....
Rodrigo se ha hecho enorme....esta lleno de fuego.....sobrepasa el horizonte como un sol.....es tremendamente fiero y justo....
ahora el veneno de la hiedra que lo habia envuelto con su capullo de espinas, se ha convertido en su interior en oro liquido, oro que circula por sus nobles venas, haciendo deslumbrar cada uno de sus dolientes pasos hacia su interior
no puedo servir de consolación.....pero puedo amarlo porque he visto lo que transmitia desde el fondo del foso, denunciando sin temor con la espada en alto, tanto como su bellisima madre, transmitiendo ambos la luz relumbrante de sus corazones separados por las paredes de los grises hombres con alma de cemento y me he estremecido de horror y de admiracion al ver su entereza, como si fuera una cosa triste pero bella a la vez, como ver el cuadro mas precioso del mundo y llorar.
Silvia Resorte.
FUENTE DE PROCEDENCIA
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HABLA SIL
El dolor del alma te puede convertir en un angel....bello por fuera y por dentro...definitivamente armónico con el universo......con una nueva pasion veraz por lo sublime que hay en este mundo....
llorar o no llorar....arrastrarse...morder el polvo....
Rodrigo se ha hecho enorme....esta lleno de fuego.....sobrepasa el horizonte como un sol.....es tremendamente fiero y justo....
ahora el veneno de la hiedra que lo habia envuelto con su capullo de espinas, se ha convertido en su interior en oro liquido, oro que circula por sus nobles venas, haciendo deslumbrar cada uno de sus dolientes pasos hacia su interior
no puedo servir de consolación.....pero puedo amarlo porque he visto lo que transmitia desde el fondo del foso, denunciando sin temor con la espada en alto, tanto como su bellisima madre, transmitiendo ambos la luz relumbrante de sus corazones separados por las paredes de los grises hombres con alma de cemento y me he estremecido de horror y de admiracion al ver su entereza, como si fuera una cosa triste pero bella a la vez, como ver el cuadro mas precioso del mundo y llorar.
Silvia Resorte.
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#NUNCA MORIMOS SOLO VIAJAMOS POR EL INFINITO#
Rosa Resorte
Kike Kangrena
Johnny Radio Corneya
PA
Dimony
Txinaski
Patricia Heras
Ana A Quemarropa
y mi mejor amiga Deborah
la proxima puedo ser yo o tu....
¡¡¡sigue viviendo intenso!!!!
acabacabacabacabacabacabacabacabacabacabacab
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Lee el libro...
LA BARCELONA de la DINAMITA, el PLOMO y el PETROLEO
de MARC VIAPLANA
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PARADOXIA
de LYDIA LUNCH
Traducción MARC VIAPLANA
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PORNO TERRORISMO
de DIANA J.TORRES..
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QUE PAGUI PUJOL de JONI DESTRUYE..
AHORA EN CASTELLANO
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HARTO DE TODO de JORDI BCORE
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POLITICA ESTUPIDA REFLEXIONES A QUEMAROPA.
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ODIO OBEDECER de XAVI MERCADE
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ROMPEPISTAS de KIKO AMAT
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BARCELONA ESTADO POLICIAL!!!!!
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Es preciso salvar este mundo de si mismo, y si es preciso a hostias!!!